miércoles, 26 de enero de 2011

Ayudando a los debiles

Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Mateo 23.4

El conocido pensador cristiano, Francis Schaeffer, observó en cierta oportunidad: «La ortodoxia bíblica sin compasión tiene que ser una de las cosas más desagradables sobre la faz de la tierra».

Algunos comentaristas señalan que los fariseos poseían una lista de 630 reglamentos necesarios para vivir una vida agradable a Dios. El peso de semejante cantidad de leyes, lejos de animar al pueblo a buscar el rostro de Dios, había llevado a que la mayoría sintiera que la vida espiritual era para un pequeño puñado de personas selectas.

El problema principal de los fariseos no estaba, sin embargo, en la cantidad de sus reglamentos aunque, por cierto, estos entorpecían grandemente a quienes aspiraban a cultivar una vida espiritual. La esencia del problema era el estilo que habían adoptado para enseñar estos preceptos al pueblo. Creían que su responsabilidad principal era simplemente la de decirle al pueblo lo que tenía que hacer.

¡Cuántos pastores ministran con la misma convicción! Viven arengando al pueblo para que haga esto, eso, o aquello otro. Sus enseñanzas y predicaciones son una interminable serie de exhortaciones a cumplir con diferentes responsabilidades. En tales circunstancias, no ha de sorprendernos que el pueblo se siente agobiado y frustrado.
La verdad es que la mayoría de los que somos parte de la iglesia ya sabemos cuáles son nuestras responsabilidades. ¿Dónde está el creyente que, luego de años de asistir a reuniones, todavía no se ha enterado de que debe amar a su prójimo, leer la Palabra, compartir su fe o dedicar más tiempo a la oración? ¿Quién de entre nosotros encuentra novedosa una predicación que nos exhorta a ser generosos en el servicio, la adoración, o la ofrenda?

El error en esta visión es creer que el pueblo se moviliza simplemente con exhortaciones. El exceso de exhortaciones acaba por atar cargas pesadas a los hombros de la gente. La responsabilidad de todo pastor no es únicamente exhortar. También debe estar dispuesto a acompañar al pueblo en el intento de implementar lo que le ha animado a hacer.

El buen pastor exhorta, pero también se pone a la par de su gente y les ayuda a vivir conforme a la Verdad. Esto es lo que hizo nuestro propio pastor, Jesucristo. Animó a los discípulos a caminar en ciertas verdades; pero también se puso al lado de ellos y les mostró cómo hacerlo. Cuando volvió al Padre, convocó al Espíritu para continuar con esta tarea. Su mismo nombre, paracletos, indica que es uno llamado a ponerse a la par de otros para asistirles en su debilidad.

Esto marca la diferencia entre un pastor de púlpito y un pastor con «olor» a ovejas. El primero solamente exhorta. La gente que está con él se siente frustrada, porque necesita quién les muestre el camino a seguir. El segundo, pasa tiempo acompañando, mostrando y corrigiendo al pueblo, para que aprenda cómo caminar con el Rey.